22.12.06

NOCHEBUENA DULCE

Por Mario Augusto Rodríguez

Para Aura, Aida y José Luis, sobrinos queridísimos.

¿Quiere que se lo cuente todo?... Pues, para que usted vea, Padre, hace ya mucho tiempo que venía cosquilleándome por la lengua el deseo de contárselo todito a alguna persona. Pero a ninguno parecía interesarle lo que yo podía contar. Cuando me arrimaba al oído de alguno con el relato de mi historia simple, me miraba por encima del hombro y se alejaba de mi presencia, dejándome con las palabras colgadas de los labios.

A veces se me ocurría pensar que algunas de esas mujeres que me daban comida en las cocinas podría entretenerse oyendo mi historia; pero tampoco. Apenas comenzaba yo a hablar, cuando...

—¡Vamos: come ligero y cállate, que estoy muy ocupada para ponerme a oír simplezas! —me decían.

A usted sí que puedo contárselo todito, ¿verdad, Padre?... Y aquí, dentro de esta iglesia, es sabroso conversar. Uno habla bajito y todos los santos parece que lo están mirando y oyendo, con esa sonrisa tierna y dulce que Dios les ha puesto en los ojos y en los labios.

Yo tengo palabras para un largo rato, Padre. Y como no he de encontrar la Nochebuena más corta porque me eche a la calle más tarde, pues mejor me envuelvo en el recuerdo y desenvuelvo mi pasado para que usted me oiga.

¿Sabe usted, Padre?... Ya me había mojado el agua de unos nueve octubres, por lo menos, cuando llegó a mi orilla la primera Nochebuena dulce. Me la trajo ella, Padre...

Linda siempre ha sido así, como ahora: flaca y chiquita y con los mismos ojillos húmedos y claros. Había llevado una vida miserable, arrastrada por todas las cocinas del pueblo. El agua sucia de todos los fregadores le había caído encima para ahuyentarla. Nadia la quería. Nunca le llegaron al estómago más que las sobras muy sobradas y por eso su vientre se había ido achicando y adelgazando. Jamás supo lo que era el calor de un cariño. Nunca le hizo cosquillas en el oído el sonido de una voz amiga. En cambio, el desprecio y la burla le habían caído encima y le estaban doblegando más y más el espinazo sumiso. Y los chiquillos del pueblo se divertían a su costa y la convertían en mil motivos de susto para ella misma y de risa cruel para ellos, en cuyos infantiles corazones a comenzaba a apuntar la germinación de las más bajas pasiones.

Fue en una ocasión de esas cuando ella llegó hasta mí para endulzarme la Nochebuena. Yo nunca me había puesto triste en la Navidad, a pesar de que había visto deslizarse por mi lado, puyándome los sentidos, la alegría de los otros. La Nochebuena era para mi corazón de muchacho malquerido una cosa muy simple, sin gusto, como cualquiera de las otras fiestas. Yo no había aprendido ni siquiera a envidiar la alegría de los demás...

Pero ella vino a mi lado, Padre... Parece que Dios siempre se acuerda de uno, aunque ande descarriado, sin rumbo y sin fe, por las calles estrechas, por los montes tupidos, o por los llanos sin caminos. Y así, cuando ella vino, yo tuve mi primer cariño. Comencé entonces a mirarle la cara a los sueños y comencé, también, a acariciar con suave ternura unas esperanzas pequeñitas que agitaban sus alas cortas en la palma de mis manos.

Me había dicho la niña Susana que yo había venido al mundo en la Nochebuena de un año que ya estaba lejísimo, perdido en las páginas de quién sabe qué calendario abandonado. Nací en el centro mismo de la miseria permanente y mi grito de saludo a la vida se enredó en la angustia de la muerte de mi madre.

Nunca había podido saborear ningún amor. Ni siquiera tuve ese cariño que las perras extienden con su lengua sobre la piel de los cachorros recién nacidos. La niña Susana me contaba que a la casa de ella fui a dar en la tarde de un domingo, envuelto en la vejez de una falda sucia y con la fuente del llanto abierta a todo correr.

—Eras lo mismo que un perrito flaco y hambriento —me decía la niña Susana—. Y te pasabas la noche y el día aturdiendo a todo el mundo con tus gritos...

Y agregaba:

—Yo siempre quise ofrecerte algún cariño; pero me era imposible sentir como habría sentido tu propia madre. Además, mis hijas no me dejaban libre ni un pedacito de ternura para el hambre de cariño que te consumía...

Andaba ya por los siete años cuando me tiré a la calle, sin que nadie tratara de impedírmelo. Mi presencia había sido innotada desde cuando aprendí a no llorar y mi ausencia tenía que ser lo mismo, porque no podía hacer un vacío en donde no había ocupada espacio...

De la calle fui a dar al llano y del llano me desbordé para ir a hundirme en el monte, de donde había salido. La calle, el llano y el monte fueron, desde entonces, un rancho grande para mi vida simple y sencilla.

—¿Quieres ganarte un realito, Sindulce?... —y yo hacía mandados, buscaba leña, limpiaba los patios e iba al río a bañar a los caballos.

La vida de los otros no me interesaba. No había conocido la dicha y no sabía ambicionarla. No me espinaba con la tristeza ajena, ni con su alegría. No se endulzaba mi aire con la risa de los demás, ni con sus lágrimas.

Andaba solo y suelto, igualito que un pedazo de viento, con todos los rumbos abiertos para mi caminar sin objeto. Los llanos eran más anchos que las calles y más abiertos que el monte y por ellos me extendía a veces para ir soltando, al capricho, sin motivo, un grito largo y delgado, una carcajada desnuda y limpia, o una saloma que no tenía más sabor que el de mi tranquila soledad.

A veces, sin que yo las buscara ni las rehuyera, las fiestas se me acercaban y me envolvían. Las sabía rodeándome porque sentía que el aire se ponía más espeso y que la luz era más escasa: la gente, cuando está enfiestada, parece como que respira más grueso y como que mira más ambiciosamente.

—¿Y no te bautizaron nunca? —interrumpe el padre—. ¿Por qué te dicen Sindulce?

—No lo he sabido nunca, Padre... Desde cuando me acuerdo, Sindulce es el nombre al que sé responder. Supongo que me lo han colgado porque nada me duele y nada me alegra. Debe ser, Padre, porque yo ando por ahí, rodando de un lado para otro, completamente vacío de pasiones y emociones...

¿Sabe una cosa, Padre?... El día de de la Nochebuena es también el día de mi cumpleaños. La niña Susana me ha dicho varias veces que yo nací el mismo día en que se celebraba el nacimiento del Niño Dios. Sin embargo, para que usted vea, ese día sólo lo diferencio de los otros porque ella, la niña Susana, me regala un pan de dulce caliente, más sabroso que todos los que hace en el resto del año.

Por lo demás, la fiesta me parecía igualita a cualquiera de las muchas otras que la gente se empeña en celebrar año tras año: aire más espeso, luz más escasas y más estrechas las calles por tan llenas de gente.

A veces, mientras mordía sabrosamente el pan de dulce caliente, me echaba a andar por las calles, llenas de gentes, de chiquillos, de carcajadas y de gritos...

¡Las calles temblaban de muchachos, Padre!... Un aeroplano lindo me pasaba por delante de los ojos, una corneta me desgarraba el aire a la orilla de los oídos y las risas de los muchachos desenvolvían sus espirales sonrosadas en el liviano aire celeste de la Nochebuena cándida.

Yo me ponía a pensar en que todos los chiquillos a quienes en los días anteriores había visto haciendo travesuras, maldades y hasta crueldades, parecían haber borrado todas sus faltas del pasado con la misma facilidad con que yo borraba los dibujos que hacía en el polvo de los caminos con los dedos de los pies, porque el Niño Dios les había poblado las manos de muchos y muy lindos juguetes. Seguramente era yo mucho más malo que ellos, con mi cara tiznada por el carbón de las últimas cargas de leña, con mis cabellos enmarañados, con mis piernas vestidas del amarillo sedoso del polvo y con mis ropas caprichosamente caladas por las espinas de los montes.

Para los chiquillos del pueblo parecía ser un motivo de complacencia el regarme por los oídos los sonidos de sus tambores, de sus pitos y de sus cornetas. Soltaban sus risas y sus carcajadas y las ponían a dar vueltas y vueltas a mi alrededor, como mariposas de sonidos.

Había tras de los vidrios de los escaparates una multitud de juguetes: pelotas y muñecas, carritos y aeroplanos, globos y cornetas... ¡Qué montón de juguetes!... ¡Qué montón de pequeños tesoros para la envidia inútil de los chiquillos pobres!... Los niños del campo abrían la boca, las manos y los ojos, con un asombro sediento y ansioso.

El deseo de los muchachos les hacía arañar los vidrios con los ojos ambiciosos, con la respiración emocionada y con los dedos afanosos. Parecía que querían hacer pedazos las vitrinas para hundirse completos en los montones de juguetes y revolcarse en ellos con el mismo regocijo salvaje con que yo me revolcaba en la paja de los llanos anchos, habriento de sol y de viento.

Cuando terminaba la novena, la gente venía a aglomerarse en el atrio de la iglesia. Los chiquillos, encaramados en los hombros de sus padres, levantaban los ojos hacia el cielo para ver más y mejor, para inundarse las miradas con el fulgurante colorido de los fuegos artificiales.

Un volador cortaba el aire y rompía el murmullo del gentío con su ruido de mil colores. Y los ojos abiertos de los niños, olvidados momentáneamente de los juguetes y hasta de las sonrisas prometedoras del Niño Dios, se precipitaban hacia el cielo, siguiendo la brevísima y luminosa estela de los voladores.

¿Sabe usted, Padre, que ahora me parece que todo aquello era muy lindo?... El segundo volador siempre resultaba más bonito que el primero. ¿Por qué todo era tan lindo en esas noches de Pascuas y yo no me daba cuenta, Padre?...

Otro volador... Y otro más... Diez. Cien. Mil. La noche se llenaba de voladores. Saltaban de aquí y de allá y de más allá. Cortaban el aire claro con sus afilados silbidos. Estallaban allá arriba, muy en lo alto, con ruidos luminosos y brillantes, y el cielo se llenaba de fugaces estrellitas multicolores.

De pronto:

—¡El globo!... ¡El globo!...

¿Quién gritaba?... Nadie. La multitud. Todos:

—¡El globo!... ¡El globo!...

Lo elevaban hombres empinados, cuyos rostros, empurpurados por las llamas del mechón y sudorosos por el calor, brillaban fantásticamente en la noche florecida de alegrías. Eran unos globos enormes, Padre... Los había rojos, blancos y azules. Había también hermosos globos de colores combinados. De aquí subía uno, allá ascendía otro... Otro y otro...

¿Cierto que esos globos eran para el Niño Dios, Padre?... Se elevaban lentamente, contoneándose en el aire, como mujeres en días de fiesta. Y seguían su viaje orgulloso hacia el cielo lejano... ¿Llegarían allá algún día?... ¿Cuándo llegarían al cielo, Padre?... Y, ¿por qué nadie se montaba en ellos y emprendía un sabroso viaje hasta más allá de las nubes blancas, azules y negras, donde vive el Niño Dios con todos los Santos?...

Eran muchos globos y muchos voladores y los chiquillos se los repartían a gritos:

—¡Ese azulito es el mío!...

—¡El mío es el rojo!...

Y los voladores se precipitaban tras ellos, en inquietante persecución:

—¡Dios mío!... ¡Casi lo coge!...

Encaramados en el techo de tejas de una de las casas cercanas o trepado en las ramas de uno de los árboles del parque, yo miraba y miraba, casi sin sentir. Veía como la inquietud curiosa hacía rodar de un lado a otro lado las piernas, los ojos y los pensamientos de los chiquillos.

Cohetes, voladores, buscapiés... Brillo de estrellas, luces de colores con rápidos parpadeos, sonrisas amarillas de la luna llena y graciosos guiños brevísimos de los luceros plateados.

La alegría saltaba de aquí y de allá como de mil surtidores de entusiasmo. Pitos, juguetes... ¡Nochebuena!...

La Nochebuena era, para mí, un gentío enorme y un montón de muchachos derramados sobre las calles del pueblo para no dejarme caminar, para estrujarme y para hacerme respirar un aire espeso y sudoroso, lleno de gritos desarticulados.

A veces me reía mirando el efecto de los buscadores. Atolondrados, los chiquillos ponían a saltar sus piernas desesperadamente. La gente, embriagada de alegre susto, se empujaban los unos a los otros. Muchos corrían a esconderse tras de los pilares de las casas de Polo y de las ñopas.

Cuando se acababan los globos y los voladores, el cielo se ponía quieto de tan vacío y la gente comenzaba a regresar a La Placita. Volvían a oírse, entonces, los gritos de los chiveros.

—¡Dos reales ida y dos reales vuelta!... ¡A Los Algarrobos!... ¡Dos reales ida y dos reales vuelta!...

—¡Cuatro reales ida y vuelta!... ¡Hasta Barbarena voy!... ¡Cuatro reales ida y vuelta!...

Yo me iba deslizando trabajosamente por los portales de las casas. Las vidrieras seguían acariciadas por las miradas, cada vez más desesperanzadas, de los chiquillos pobres. Algunos iban curioseándolas una por una. Contaban con la vista todos los juguetes, hasta los más pequeñitos, y los describían para sí mismos con un murmullo de palabras tiernas, como gozándose en el extraño placer de hacer más intensa su ansiedad sin esperanza.

—Ese es un aeroplano... Tiene las alitas azules y la cola amarillita... Seguro que puede volar solito... ¡Ruuuuummmmm!... Y se va volando por el aire...

—¡Cuántos juguetes!... Dos carros grandes y siete chiquitos... Cuatro aeroplanos... Cuatro pelotas coloradas, tres azules y cinco amarillas... Un montón de pititos chiquitos... Una muñeca grandota y cuatro más chiquitas...

Y así se me iban pasando las horas, una por una. Cansado de empujones y de estrujones, iba a recogerme en el sueño dentro de cualquier cocina. No esperaba la visita del Niño Dios y no me desvelaba el recuerdo de los juguetes, que no podía tener y que no sabía desear, ni la alegría dura que había mirado en los rostros de los otros muchachos se acercaba a producirme insomnios.

Por la mañana, me despertaba la bullanga de las cornetas, de los tambores y de los pitos. Yo me iba para el monte a buscar mi carga de leña, como cualquier otro día.

Al salir del pueblo, delante de mis ojos el camino iba estirando su franja polvorienta y cansada, siempre igual. Por detrás de mí venía un viento juguetón y achiquillado que se entretenía en ir haciendo desaparecer las huellas que mis pies desnudos iban dejando sobre la superficie polvorosa del sendero.

Verde jubiloso en las hojas de los arbustos que asomaban sus ramas a la orilla del camino. Y más arriba de las copas húmedas de los árboles corpulentos, por encima del amontonamiento brumoso de los cerros azules, la madrugada en viaje se llevaba sus celajes multicolores y daba paso a los gritos amarillos del sol madrugador.

Yo adelantaba mis pasos despreocupadamente. Una tierrera animaba el instinto de cacería de mis manos inquietas y me detenía los pies. Me agachaba suavemente, lentamente, para coger con cuidadoso disimulo una piedra de la orilla del camino... Pero la paloma, más viva y maliciosa que yo, alzaba su frágil vuelo sonoroso y se iba por el aire celeste, trazando un leve rumbo burlón de adioses aleteados. Mis ojos seguían la ruta chocolate de las alas en viaje y, como había dentro de mi ser un poco de desilusión por no haber podido matarla, me animaba con una reflexión:

—¡El susto que cogió!... Si hubiera querido matarla de verdad, me agacho más ligerito y la dejo allí tendida de una pedrada...

Con seguir caminando, pronto echaba al olvido el incidente de la palomita. Arrancaba una rama de ciruelo y, desnudándola de hojas, iba trazando con ella una línea efímera sobre el polvo para anticipar el rumbo de mis pies. Del sendero, lacerado por la punta de la rama, se levantaba una delgada y larga nubecilla de polvo amarillento que se iba pegando a mis piernas sudorosas, desnudas hasta más arriba de las rodillas.

El suave sol de la mañana pronto asomaba y comenzaba a escurrirse por entre mis cabellos enmarañados y el viento, que me llegaba por detrás de la cabeza, me hacía cosquillas en el lóbulo de las orejas.

En el monte encontraba más aire de fiesta que en el pueblo bullanguero. De las ramas de los árboles coposos se desprendía el chillido saludador de los pajaritos madrugadores. De la hierba de las orillas surgía un perfume verde y húmedo que me jugueteaba sabrosamente por dentro de las narices. El alma de los montes, con sus elementos de color y sonido y con su producción de pájaros y flores en plena madurez, me entretenía las pupilas, me alegraba los oídos y me encendía dentro de las venas un rumbo rosado para el viaje de mi sangre sin cauces.

Hundido en el monte, buscando por entre los matojos de leña seca que servía para cocinar la hartura de los poblanos, encontraba la agradable compañía de las cosas que me miraban con aire de cariño y me sentían con calor de amistad. Y al mediodía, bajo la lluvia cegadora del sol caliente, regresaba al pueblo con mi carga de leña negra y seca. Una risa de pájaros sencillos y amables me despedía cuando me separaba del borde de los montes.

—¿Cuánto quieres por esa carga de leña, Sindulce?... —me preguntaban las mujeres asomándose a las puertas de sus viviendas.

Y pronto obtenía un par de reales o un poco de comida por mi carga de leña. El calorcillo abrigador de cualquier cocina cobijaba mis noches sin insomnios y sin ensueños. Mi vida era simple y sencilla, sin cariños y sin odios.

El día en que Linda vino hacía mí, la Nochebuena estaba derramando su fiesta por las calles del pueblo. La algarabía del entusiasmo comenzaba a crecer por las calles, por las plazas y por los parques. Yo me había arrinconado en una de las esquinas del atrio de la iglesia a mordisquear con toda calma el pan de dulce caliente con que la niña Susana me había recordado mi nuevo cumpleaños. La tarde amarilla comenzaba a colorearse por encima de las alturas de Verdún y un crepúsculo rojizo descendía con lentitud de buey abrumado de fatiga.

Frente al atrio de la iglesia, la chiquillería desgarraba sus gritos sin que con ellos lograra quebrar el sueño de mi curiosidad. En esos momentos era yo todo sentido del gusto para mi pan de dulce caliente.

De repente, la vi venir hacia mí... Corría angustiosamente, desesperadamente, con un miedo hondo y ancho llenándole las limpias pupilas. La chiquillería la perseguía con la algarabía de sus gritos...

Llegó hasta mi lado, con la imploración de ayuda pugnando por traducirse en la imposibilidad de una palabra... Y, quién sabe por qué extraño presentimiento, adivinó su protección en mis brazos y en ellos se refugió con instinto de animal cansado.

—¡Mírala!... ¡Allá está, en el atrio, con Sindulce!... —gritaban los muchachos.

Para protegerla, me metí con ella dentro de la iglesia. En la sombra de un rincón nos quedamos quietos y callados. Para que no temblara, le di un pedazo de mi pan de dulce.

Durante largo rato estuvimos en ese rincón, contemplándonos. Ella, refugiada entre mis brazos, con sus pupilas de agua clara mirándome con una chispa luminosa que era agradecimiento completo y confianza total. Yo, gozando intensamente el placer de saberme protector de alguien y sintiendo dulcemente que dentro de mí comenzaba a florecer el cariño y a germinar la ternura.

Fue mi primera Nochebuena dulce, Padre... Me parecía que ella era bonita, con su cuerpecito flaco y sus ojos limpios y claros. Desde entonces la llamo Linda.

La quiero mucho, ¿sabe usted, Padre?... Es la única que me quiere. Es mía, porque ella quiere ser mía. Me tiene cariño, me siente su amigo y confía en mí, como los niños confían en la bondad del Niño Dios.

Es lo único que tengo. Toda mi ternura, insentida durante tanto tiempo, ha surgido de pronto para ser de ella, totalmente de ella, solamente de ella.

Linda y yo somos, desde aquella tarde, una sola alma y casi un solo cuerpo, porque jamás nos separamos.

—Allá viene Sindulce con su Linda... —dice la gente cuando nos ve pasar.

Y ella me mira... Y yo la miro.

Todos los años para la Nochebuena, la traigo a la iglesia. Si tenemos algún realito, se lo damos al Niño Dios y yo le beso dos veces los dedos de los pies: una vez por mí y otra vez por Linda...

Le enseño el nacimiento, le señalo con el dedo los pastorcillos, la Virgen, el San José, las ovejitas y el Niño, y voy describiéndole las imágenes una a una. Cuando le muestro la estrella grandota, el agua de sus pupilas parece agitarse temblorosamente.

Después, nos vamos a la calle. Miramos los globos, los voladores y los cohetes. Gritamos, como todo el mundo. Nos metemos por entre el gentío. Empujamos y nos empujan. Estrujamos y nos estrujan. Y le aseguro a usted, Padre, que desde cuando Linda llegó a estar conmigo, nunca nos ha faltado un pedazo de lechona asada o un plato de sancho de gallina en cada Navidad.

Por eso, esta noche la traje también a la iglesia. No se me ocurrió nunca que usted podría disgustarse por eso. No hacemos nada malo, Padre... Linda no molesta a nadie. Viene aquí conmigo, tan calladita que nadie se da cuenta de que está aquí. ¿Por qué no nos deja estar un ratito más mirándole la sonrisa al Niño Dios y contemplando las luces rojas y azules de la estrella grandota?...

—Porque no puede ser, hijo mío. Tú puedes estar aquí todo el tiempo que quieras; pero a ella tienes que dejarla afuera.

—Pero, Padre...

—No, no, Sindulce. Ella no puede quedarse aquí ni un momento más. Tienes que darte cuenta de que eso no está bien. Nunca se ha permitido eso. Sácala de aquí y ya sabes: de ahora en adelante, entras tú solo todas las veces que quieras, pero a ella la dejas afuera...

—Pero, ¿por qué, Padre?... ¡Si ella no molesta a nadie!...

—¡Te he dicho que no puede ser, muchacho!... ¿Cuándo has visto tú animales en la iglesia?... ¿Cómo se te ocurre que voy a dejar que ande por la Casa de Dios esa perra sucia y pulgosa?... ¡Vamos!... ¡Saca de aquí de una vez a ese animal!


Sindulce aprieta a Linda entre los brazos. Lentamente, casi arrastrando los pies, se desliza hacia fuera por la ancha nave del templo.

La Nochebuena grita su alegría por las calles y por las plazas. Hasta el interior de la iglesia llega la música de las carcajadas, de las canciones y de los gritos. El padre se detiene un momento a contemplar la estrella grandota que lanza sus rayos rojos y azules sobre el nacimiento. Y allá, cerca de la puerta del templo, alcanza a percibir un reflejo plateado que enciende unos mechones de la cabellera enmarañada de Sindulce.

El cura mueve tristemente la cabeza. Contempla el rostro del Niño Dios, sonrosado y gordezuelo. Y se estremece porque ha creído ver brillar una lágrima, pequeñísima como una luciérnaga, en las pupilas inanimadas de la imagen del Niño.



—¡Sindulce! —exclama el padre, dirigiéndose al muchacho—. ¡Ven acá! ¡Ven acá!

—¿Mande usted, Padre?...

—Está bien: puedes quedarte y la perrita también. Pero, eso sí, mucho cuidado de no estar molestando a la gente y nada de hacer bulla, ¿eh?

—¡Sí, Padre, sí, Padre!... ¡Muchas gracias, Padre!... —casi grita el chiquillo, entusiasmado de alegre sorpresa.



El cura se vuelve hacia la imagen del Niño y en los ojos y en los labios del pequeño Dios encuentra otra vez la dulce sonrisa.

Afuera, la alegría pascual satura de fiesta el aire celeste. Y en la orilla del Nacimiento, el agua clara de las pupilas de Linda parece temblar un poco cuando Sindulce le describe la luz azul y roja de la estrella grandota...


Mario Augusto Rodríguez Vélez (Santiago de Veraguas, 1917 – Panamá, 2009), periodista, profesor de lengua y literatura castellana, novelista, dramaturgo, ensayista, cuentista y poeta. Ha ganado más de 25 premios como periodista, tanto en Panamá como en España. Por su poemario "Canto de amor para la Patria Novia" ganó el segundo lugar en el Concurso de Literatura "Ricardo Miró" de 1957. Algunos de sus cuentos y ensayos han ganado también premios literarios, como es el caso de este cuento que ganó el Primer premio del Concurso Literario de Navidad de “La Estrella de Panamá”, en 1944. Algunos de sus libros publicados y obras escenificadas son: "Campo adentro" (cuento, 1947); "Pasión campesina" (teatro, 1947); "Luna en Veraguas" (cuento, 1948); "El dios de la justicia" (teatro, 1955); "Estudio y presentación de los cuentos de Ricardo Miró" (ensayo, 1956); "Canto de amor para la patria novia" (poesía, 1957); "Negra pesadilla roja" (novela, 1993) y "Los ultrajados" (cuento, 1994).



Copyright (c) 1944, 1948, 2006, Mario Augusto Rodríguez


12.12.06

CRÓNICA DE UN ENCUENTRO CON POEMAS Y OTROS TEXTOS AL AIRE LIBRE

Por Lil María Herrera

"Ahora la poesía reclama sus difuntos", Xavier Collado, 20 de julio de 1990.

El miércoles 6 de diciembre de 2006 un grupo de amigos de la biblioteca (perdón, no somos simples amigos, sino como dijo Xavier, "Amantes secretos de la Biblioteca Nacional") nos reunimos en las inmediaciones del Bibliobús, en el Parque Recreativo y Cultural Omar, para leer poemas y otros textos libres, como acto de solidaridad con las víctimas de la injusticia, la negligencia y la indolencia en Panamá. La invitación se había enviado por correo electrónico a diversas listas (Biblioteca Nacional, INAC, Asociación de Escritores de Panamá, diferentes blogs como La Hoja, Internatural, Los Escapistas, medios de comunicación social...).

Nos dispusimos a realizar la actividad aunque solo asistiéramos 3 gatos, así que siendo las 5:00 p.m. empezamos los tres que habíamos llegado. Al final logramos ser 15, entre poetas, profesionales de distintas áreas y dos niños de 9 y 7 años, miembros del Club de Súperlectores del Bibliobús.

Algunos/as llegamos para rendir tributo a través de la palabra a las víctimas de la Invasión; otros, por Vanessa Márquez; por los esposos Nicolasa y Toribio Díaz (murieron luego de que fueran atropellados por un automóvil conducido por el abogado Carlos Jones, según informaron medios de comunicación social); las víctimas del Bus 8B06; las del veneno de la CSS; y tantas otras víctimas de todo tipo de violencia; víctimas invisibilizadas, olvidadas.

Al aire libre y bajo algunos árboles (a esa hora no había pájaros en las ramas...), compartimos textos poéticos del uruguayo Mario Benedetti, el costarricense Alfonso Chase, los panameños/as Bertalicia Peralta, Consuelo Tomás, Viviane Nathan, Héctor Collado, Luz Lescure, Manuel Orestes Nieto, Xavier Collado, Salvador Medina Barahona, Eyra Harbar, Lucy Chau y Lil Herrera.

También leímos otros textos, libres, de Luz Aleyda Terán ("Todo lo que me enseñó Vanessa" [Márquez]); de Alibel Pizarro ("Ellas. las que ya no están", sobre las 22 mujeres que fueron asesinadas, este año, por su pareja o ex pareja; y del filósofo Eckhart Tolle.

Leímos, escuchamos, meditamos, discutimos y vibramos con los versos y los párrafos. Sobre todo nos emocionamos cuando Jesús, el niño de 9 años, leyó en voz alta, con temple, el poema "La muerte vino y se instaló", del poemario "Entre mártires y poetas" (Panamá, 1999), de Héctor Collado.

¿Arreglar el mundo? No. ¿Aliviarle el alma a Panamá? Quizás, de a poco, con sorbitos de la ternura, el humor, la ironía, el aliento, la fuerza de la poesía. Los amigos de la Biblioteca Nacional, perdón, otra vez; mejor dicho: "loas" amantes "secretoas" de la Biblioteca Nacional no pretendemos más.

A las 8:00 p.m.cuando hacía rato que el sol le había dado el beso de las buenas noches a la luna llena, parecía que no nos queríamos ir, pero nos fuimos despidiendo con la pregunta: --¿cuándo será el próximo encuentro? La respuesta es un compromiso: --Nos avisaremos. `

Foto por El Panamá América

27.11.06

Presentación de libro: "El rumbo de nuestras palabras"

Por Edilberto "Songo" González-Trejos

En una fría noche de noviembre, exactamente el jueves 23 de noviembre, se dieron cita en la Sede de la Academia Panameña de la Lengua, ubicada en la Avenida Nicanor A. de Obarrio, una pluralidad de amantes del idioma que profesamos y en el cual escribo esta nota, para la presentación de la última publicación de la Academia, a saber la obra del Académico RODOLFO A. DE GRACIA R., "El rumbo de nuestras palabras".

El Doctor JOSÉ GUILLERMO ROS-ZANET abrió el acto, a nombre de la Academia, dándonos la bienvenida a la vez que celebraba el lanzamiento de este libro, continuador y renovador de los esfuerzos lexicográficos entre los cuales mencionó aquellos de Don SAMUEL LEWIS GARCÍA DE PAREDES, Primer Director de la Academia, pasando por RICARDO J. ALFARO, BALTASAR ISAZA CALDERÓN, MIGUEL MEJÍA DUTARY, OCTAVIO MÉNDEZ PEREIRA, GIL BLAS TEJEIRA, entre otros. Destacó asimismo el esfuerzo de esta Administración de la Academia en el aspecto de la lexicografía y destacó un trabajo de investigación notable, efectuado por 6 estudiantes de Español en la Universidad de Panamá en 1959, a saber un "Diccionario de Panameñismos", el cual proyecta volver a publicar de ser posible en conjunto con la Casa de MÉNDEZ PEREIRA.

Luego, la Profesora MARGARITA VÁSQUEZ, quien escribió el Prólogo de "El rumbo de nuestras palabras" dirigió al público unas palabras sobre la obra que se presentaba. Aclaró que no es un diccionario, sino un Estudio a partir de los 224 panameñismos recogidos por el "Diccionario de la Real Academia de la Lengua (DRAE)" de 2001.

Igual que a mí, le llamó la atención la dedicatoria del autor a su adorada abuela PETRA, fallecida en el año 2005, quien decía "vide, mesmo, asina, cuasi", a la usanza antigua, sin sentir vergüenza de la lengua que profesaba y que hablaba con simplicidad y sabiduría, y lo menciono porque hablaban (y aún hablan) mis ancestros.

De acuerdo a las palabras de la Profesora VÁSQUEZ, el libro contiene planteamientos tales como: ¿existen los panameñismos? De existir, ¿tienen alcance local, continental o panhispánico? ¿Dónde se dio el primer registro y marca diatópica de cada término?

Seguidamente hizo alusión a los esfuerzos por estudiar el léxico istmeño, efectuados por LEWIS GARCÍA DE PAREDES, SEBASTIÁN SUCRE, ISAZA CALDERÓN, ÁNGEL REVILLA ARGÜESO, LUISITA AGUILERA DE PATIÑO, entre otros y que a los 80 años de fundación de la Academia, la preocupación lexicográfica viene a estar más vigente que nunca.

Y de esa manera dio ejemplos de términos como:

  • "Abuelazón", que fue incluida por ISAZA CALDERÓN y quien bien puede ser la unión ingeniosa de "abuelo" y "alelazón", que era definida por una condición de un abuelo que chocheaba por sus nietos, mas que ELSIE ALVARADO DE RICORD trató de reivindicar a estado de encantamiento por los nietos, considerando el "chocheo" como ofensivo.

  • "Amachinarse", que en buena parte de nuestros países hispanoparlantes de América significa "ligarse, amigarse" (de Machin, Dios de las uniones) y que en Panamá significa estar dominado por otro(a) y que se puede asimilar a la palabra amilanar.

  • "Enantes", que no es arcaísmo ni vulgarismo; tampoco significa antes, sino "hace un rato", es decir un periodo mucho más indeterminado, de acuerdo a la inolvidable Académica ELSIE ALVARADO DE RICORD.

  • Finalmente, el Autor, RODOLFO DE GRACIA hizo uso de la palabra, reiterando esas palabras antiguas de nuestros ancestros, como "ñopo" por rubio o muy blanco y "chin" por un poquito.

El Autor destacó que Panamá es el país con menos presencia en el "Diccionario de la Real Academia de la Lengua (DRAE)", prosiguió reflexionando sobre el idioma, e hizo énfasis en el punto de que en tales senderos, los hablantes con fuerza colectiva, han marcado el rumbo de las palabras —la semántica— y el hecho de que los Académicos ignorasen esta realidad lo único que produce es que existan grupos marginados en el habla. Parodiando a GALILEO GALILEI "no obstante, hablan".

Agregó, y siguiendo con lo mencionado por la profesora VÁSQUEZ, la diferencia entre los vocablos de uso provincial, nacional, multinacional y panhispánico. Asimismo, discriminó entre aquellos obsoletos, obsolescentes y arcaicos.

DE GRACIA manifestó que los Académicos y estudiosos que vivan en Panamá e ignoren que el panameño de a pie, "de diablo rojo", utiliza "chifear", "destrampe", "corrinche", "cocotudo", "juegavivo", "ponchera", "tumbe", "mameyazo", "guabanazo" sólo refleja un temor a las palabras, ya que son harto utilizados en nuestros medios de comunicación masiva, más aún en esta época globalizada. El Académico debe estar al tanto del mundo en que vive y no significa que da su aquiescencia para la vulgaridad; es como un perito en criminología que conoce todo el proceso de elaboración y tráfico de drogas, y sin embargo no es un narcotraficante.

Nos adelantó una cifra interesante contenida en su libro, las palabras que Panamá comparte con otros países, de acuerdo al Diccionario de la Real Academia de la Lengua (DRAE), a saber con: Cuba, 218; México, 197; Venezuela, 191; El Salvador, 172; Honduras, 131; Uruguay, 115; Argentina, 112; Costa Rica, 81; Colombia, 72. Contradictoriamente, compartimos menos palabras con los países que están más cerca.

Y para cerrar, nos recordó que "privacidad" no existía en el "Diccionario de la Real Academia de la Lengua" en 1992 y que "tamal" fue incluida en dicha publicación en 1959, a cuyo propósito el representante cubano manifestó en la Madre Patria que ahora se enteraban en España que en América comemos tamales.

Es decir las palabras —y el habla— existen independientemente del DRAE; el idioma es lo bueno, lo malo y lo feo, y el Académico ha de intentar que la Academia se ponga al día.

Foto © 2006, José Luis Rodríguez Pittí.

25.10.06

LA MAGIA Y LA ARTESANÍA: OFICIOS COMPARTIDOS POR EL ESCRITOR


En la primera página del libro “Ojos para oír”, con el que participé en la sección cuentos, anoté como epígrafe: “Tanto es el valor de la palabra que Dios y Verbo comparten el mismo ámbito semántico”. A partir de ese aserto, deseo compartir con ustedes algunas reflexiones, basadas en el oficio literario, que si bien parece inclinarse a ratos hacia el lado de la magia, también puede verse sesgado en dirección a las vertientes de la labor artesanal.

La palabra ha sido compañera del hombre desde siempre, o al menos desde que se otorgó un lugar en la cima de la creación. Sin palabra perderíamos calidad humana, de eso no hay dudas. Cada vez que meditamos sobre las grandes crisis que agobian al mundo, enseguida percibimos que la mayoría de las veces se fundan en el menoscabo de nuestra posibilidad de comunicarnos.

Como seres pensantes, nos asiste el derecho de la palabra, sí, pero también el deber de ejercerla. La mudez como estado, si no es agresión, es renuncia, y será innatural siempre cuando se adopte como forma de vida.

El hombre primitivo no salió de las cavernas porque se vistió mejor, o porque se hizo más fuerte, o porque aprendió a variar su dieta. Abandonó la cueva el mismo día en que se decidió a plasmar sus ideas en las paredes que lo cercaban como una matriz incubadora. Allí, con el humo de sus teas, con los barnices de las rocas, tatuó sus manos en los muros para dar una idea de su tamaño y de su fuerza; bosquejó escenas lúbricas para atestiguar cuánto placer había alcanzado; le rindió culto a Dios, o simplemente pintó ciervos para hablarle a otros de la caza abundante.

Sea cual fuere su propósito, aquellos primeros grafitis no eran otra cosa que pronombres personales rubricados a fuego, testimonios vivos de su existencia, intentos desesperados por ganar la inmortalidad. Y lo logró, aunque sin saberlo, porque cuando nuestro lejano antecesor aprendió a representarse él mismo mientras emboscaba a su presa, ignoraba que estaba dando el paso más grande en su evolución: en efecto, había capturado el significado en las redes eternas del significante.

Aún hoy, en el presente, son muchos los que ignoran el valor de la palabra. Incluso, a quienes hacemos sacrificios en sus altares se nos escapan a veces todas las motivaciones que se ocultan detrás de una frase. Así, por ejemplo, cuando se nos formulan esas preguntas predeterminadas que todos hemos oído, entre las que destacan: “¿por qué escribes?”, “¿cómo lo haces?”, “¿para qué lo haces?”, simulamos tener respuestas automáticas, si bien carecemos de ellas.

Es que si pudiéramos encasillar este oficio en unas pocas palabras, cuántas recetas no se venderían por allí, explicando la mezcla justa para hacer un novelista, describiendo los ingredientes necesarios para moldear un cuentista, exponiendo los sabores que entran en juego para fabricar un dramaturgo, o determinando cuánto tiempo hay que esperar para que en la puerta del horno no se nos queme un poeta.

Qué oficio este, que exige soledad pero que llama a las multitudes; que nos pide silencios a la hora de explicar mejor las cosas, o que nos pide fabricar imágenes nuevas con el fin de decir lo mismo que ha estado diciendo la humanidad desde sus primeros amaneceres, y aún así todos los que escribimos pretendemos que estamos expresando algo nuevo.

En literatura, después de una vida dedicada a decir cosas mediante palabras, son precisamente palabras las que nos faltan para decirnos, de verdad de verdad, por qué lo hacemos. Sin embargo, como hay que ser muy tercos para atrevernos a escribir, también quiero ser terco a la hora de intentar contarles a ustedes las razones por las que abrazamos esta forma de vida.

En primer lugar, creo firmemente que el escritor ya nace con un atisbo de predisposición para este ejercicio; pero, cuidado, porque en verdad es solo un atisbo, tan frágil como un recién nacido, incapaz de sobrevivir por mucho tiempo a los embates de un medio adverso. Es más, algo me dice que todos nacemos con esa provisión natural de talento, pero la mayoría lo verá sucumbir ante las inclemencias del medio en que se desenvuelva.

En mi caso particular, provengo de una familia de agricultores, que a su vez provenía de otras familias dedicadas al cultivo de la tierra; crecí en un ambiente poco amigable con las actividades intelectuales que se apartaran de los afanes rústicos, en particular en la región oriental de mi provincia chiricana, donde las enfermedades endémicas y el hambre suelen concertar citas con la pobreza y el analfabetismo para danzar vistosos bailes de salón.

Mi predisposición natural para la observación y la comunicación en doble vía, requisitos indispensables para quien piensa escribir en un contexto artístico, tenían todas las de perder en ese medio. Sin embargo, y quiero subrayar cuán frágiles pero esenciales son los mecanismos que se ponen en juego en estos procesos, tuve la fortuna de contar con un padre que de vez en cuando se erguía en medio de los surcos para retarme a que le dijera el significado de tal o cual palabra sacada de sus lejanas lecturas o, como también ocurría, entregarme una piedra labrada siglos atrás por hombres primitivos, y luego pedirme que elaborara las teorías posibles para que esa piedra hubiese llegado hasta allí, en ese punto específico de la sabana o de las colinas.

Para no dejarme vencer por aquel hombre, en cuya sombra hallaba oportuno cobijo del sol despiadado, me vi obligado tantas veces a inventar un cuento, o muchos cuentos que él aprobaba o desaprobaba mediante otras teorías que, bien vistas, no eran más que puros cuentos. Al regresar a casa, estaba una madre que no cedía ante el agobio de las tareas domésticas, para encontrar la manera de asegurarse que, al menos, yo supiera escribir mi nombre. Y al caer la noche, de nuevo la voz paternal insistía en hilvanar lecturas fragmentarias que hablaban de un chiquillo con dimensiones de héroe, llamado Tom Sawyer; de un héroe con atributos divinos, llamado Edmundo Dantés, o de un ubicuo guerrero criollo que iba dejando tesoros enterrados en los antiguos campos de batalla, al que solo le conocía el nombre: Victoriano.

Por eso aprendí a escribir muy pronto, porque había cosas que quería contar y no había tiempo para dejarlo en boca de la oralidad; escribir fue una manera de asegurarme que lo que tuviera que decir, quedase guardado para siempre.

Después vendrían otros textos, la escuela elemental con sus promesas de enseñarme el mundo, de decirme cómo crecer, de revelarnos la historia y de mostrarnos para qué servían los números cuando en complicados rituales se ponían unos al lado de los otros. Y junto a los textos, los maestros, tan sabios siempre, tan comprensivos todo el tiempo.

Ya lo he dicho antes y lo repito ahora: jamás tuve un mal maestro; desde la escuela rural hasta el claustro universitario, los que no eran sabios portentosos, eran brujos capaces de entonar ensalmos que enflaquecían en un santiamén las más robustas ignorancias. Ellos me enseñaron lecciones que hasta el día de hoy no han perdido vigencia, y me impulsaron a tratar de emularlos con el mayor respeto.

Escribir, entonces, requiere de una dosis innata, que es fundamental pero muy frágil, la que exige estímulos oportunos y precisos. Un padre o una madre a quienes no les importe el conocimiento, ni lo valoren, son más eficaces a la hora de destruir ese talento natural que todo el ambiente que rodee a una persona, por más nefasto que pueda ser. Y en ese mismo punto, un educador o una educadora que se desentienda de su papel modelador en la conciencia y en el actuar de sus discípulos, puede ser veneno puro para las generaciones bajo su responsabilidad.

La otra interrogante es aquella que nos plantea cuál es el beneficio del trabajo literario, si es que hay uno. En verdad hay muchos: si el escritor se dedica a esto en busca de fama o de fortuna, quizás las halle, pero también puede verse arruinado. Si pretende encontrar un modo de vida, a lo mejor lo alcance, pero no se le promete. Si quiere ser chamán reverenciado por la tribu, tal vez lo reverencien, pero de igual modo corre el riesgo de que lo linchen.

Escribir tiene una fuerte relación con la necesidad humana de perpetuarse. En la misma medida en que buscamos trascender en nuestros hijos, el libro nos ofrece trascender en el tiempo. Ojos que aún no han sido concebidos leerán nuestras páginas cuando las brisas hayan hecho de nuestros huesos partículas cósmicas, y harán que nuestros personajes cobren vida en una época que aún no soñamos, al igual que las teorías que ahora elucubramos serán objeto de debates en tertulias que aún no conocen fechas.

En fin, escribir es alargar nuestra mano y obtener el privilegio de tocar el futuro y es, en la lectura como su contraparte, la oportunidad de mirar atrás y alcanzar con la vista el más remoto horizonte. La literatura es una manifestación palpable de nuestra condición humana, de nuestra proeza de salirnos de las etapas primitivas en la caverna matriz, y hacer constar que somos capaces de armar nuestro destino, de meditar en él y en sus posibilidades.

Concursos como el Ricardo Miró son el escenario al que se nos convoca periódicamente para ejercitarnos en el oficio y en el arte de las letras; es un modo de incentivar la memoria de la nación como se concibe en sus textos; es la oportunidad para someter nuestro quehacer a otros ojos, a otras memorias, y basarnos en tal evaluación para ensayar nuevos rumbos o para reafirmar el que ya marcamos.

El Estado panameño, a través del Instituto Nacional de Cultura, refuerza con esta acción, que ojalá alcanzara más profundamente a la sociedad panameña, a sus instituciones, a sus ciudadanos, un aspecto que es propio de toda nación que se precie de ser libre y soberana: su identidad, su cultura, sus valores.

Nuestra sociedad afronta hoy una crisis integral, y nuestros jóvenes son arrastrados en un porcentaje doloroso hacia las conductas viscerales más reñidas con la condición humana. Una de las causas principales de esa conducta, es que no se les ha dado otras opciones.

Pido al Estado, al Gobierno, que incremente las actividades de fomento a la cultura, en todos los niveles, que procure atraer a los niños y a las niñas a esas diversas instancias, que promueva valores a través de las manifestaciones culturales, que dé estímulos a los que enseñan, a los que propagan la fe en lo que somos y en lo que podemos ser, y que por ningún motivo ceda a las voces pesimistas que hoy piden que un Premio Nacional como el Ricardo Miró reciba un respaldo económico menos sustancial que el que le reconoce la ley vigente.

A propósito del Estado, hasta ahora, todas las acciones que buscan enfrentar la violencia juvenil que se han dado a conocer, hablan de componentes básicos para la prevención, destacando factores como el deporte y el entretenimiento, pero nunca se habla de lecturas, de dejar al niño aproximarse a esa puerta siempre abierta y prometedora que es el libro.

En mis quehaceres diarios, junto a promotores irremplazables en este país, entre los que menciono a Ricardo Arturo Ríos Torres y al Círculo de Lectura Guillermo Andreve; a Enrique Jaramillo Levi y el sinfín de actividades que desempeña desde la Asociación de Escritores de Panamá y de la Universidad Tecnológica; a Rose Marie Tapia y a la constancia de los miembros del Grupo Letras de Fuego, y tantos otros hombres y mujeres nobles que prestigian y proyectan el oficio de escribir, junto a ellos he comprobado una y otra vez que la literatura toca vidas, que la literatura cambia vidas, que la literatura salva vidas.

Es por eso que desde esta tribuna proclamo la fuerza transformadora de la lectura, y pido que el texto escrito y todo lo que ello implica sean adoptados por el Gobierno Nacional como estrategias de prevención y de edificación eficaces en las políticas de salvación nacional que son esenciales en estos momentos.

Un libro no te llena el vientre si tienes hambre, pero sí te dice cómo podrás llenarlo; un libro no te hace inmune a las armas de la violencia, pero hace que tu corazón no sea violento; un libro no te hace rico, pero te hace sentir como si lo fueras, además de darte la libertad que te niegan las riquezas materiales; un libro no te hace famoso, pero te permite reírte de la fatuidad que nimba a algunos famosos; un libro no elimina a las drogas, pero sí elimina la necesidad de ellas; un libro no hace la paz, pero te enseña a vivir en paz; un libro no es dios, pero te deja hablar con Dios.

Es necesario, urgente, que esta acción sea acompañada desde los hogares, por los padres, y desde la escuela, por los maestros; al igual que debe ser reforzada por una acción constante y consciente de los medios de comunicación, los que deben comprometerse a mostrar no solo sangre, no solo corrupción, no solo villanías; deben abandonar la práctica de hacer héroes populares a los pillos, y en cambio dar oportunidad a que también se propaguen las imágenes de trabajo, de honor, de compromiso, de paz, que al fin y al cabo son mayoritarias.

Necesitamos con urgencia que esos medios declaren muerta la fatal convicción de que las buenas noticias no son noticia, y emprendan campañas para permitir que los jóvenes que honran su época, también hallen cabida en los titulares.

Saludo con un abrazo fraternal a todos los que participaron en esta justa literaria y afirmo mi fe en que el trabajo que realizamos es noble y debe ser cultivado con mayor entusiasmo para someterlo en el momento oportuno a otras evaluaciones.

A los hermanos en la literatura que han compartido conmigo las preseas que otorga el certamen (Celestino Araúz, Mireya Hernández, José Carr), les extiendo mi mano en señal de felicitación, renovando nuestro compromiso con la palabra.

A los señores del jurado en cada una de las secciones, les agradezco el trabajo arduo que han cumplido, y en el cual tantas veces yo mismo me he visto inmerso. Saludo, en particular, a los jurados internacionales, para quienes esta misión ha significado una convivencia con las arterias más profundas de nuestra realidad social y los invito para que cada vez que piensen en Panamá, la visualicen como esa tierra cálida que les entregó los sueños más privados de un puñado de sus hijos y de sus hijas, quienes desde sus letras aspiran a conformar un mundo menos absurdo, sin brechas, sin muros, sin luchas inútiles, sin llantos de hambre o de amargura, sin tanta enfermedad, sin tanto egoísmo y con menos soledad al acecho.

Y a ese público noble, integrado por amigos, por familiares, por cómplices confesos del quehacer cultural, recuerden que pronto estaremos ofreciéndoles una parte esencial de nuestra sangre, que sangre nuestra al fin y al cabo son esos libros que hoy aquí se están premiando, y que como sangre habrán de impregnar también a sus lectores para extender más allá de nuestros horizontes próximos la palabra vital, esa mágica prueba de que estamos vivos y de que por encima de cualquier alarde fatuo, nuestro máximo galardón es el de llamarnos humanos, simplemente humanos que disfrutamos la sacrosanta posesión de la palabra.