Para Aura, Aida y José Luis, sobrinos queridísimos.
¿Quiere que se lo cuente todo?... Pues, para que usted vea, Padre, hace ya mucho tiempo que venía cosquilleándome por la lengua el deseo de contárselo todito a alguna persona. Pero a ninguno parecía interesarle lo que yo podía contar. Cuando me arrimaba al oído de alguno con el relato de mi historia simple, me miraba por encima del hombro y se alejaba de mi presencia, dejándome con las palabras colgadas de los labios.
A veces se me ocurría pensar que algunas de esas mujeres que me daban comida en las cocinas podría entretenerse oyendo mi historia; pero tampoco. Apenas comenzaba yo a hablar, cuando...
—¡Vamos: come ligero y cállate, que estoy muy ocupada para ponerme a oír simplezas! —me decían.
A usted sí que puedo contárselo todito, ¿verdad, Padre?... Y aquí, dentro de esta iglesia, es sabroso conversar. Uno habla bajito y todos los santos parece que lo están mirando y oyendo, con esa sonrisa tierna y dulce que Dios les ha puesto en los ojos y en los labios.
Yo tengo palabras para un largo rato, Padre. Y como no he de encontrar la Nochebuena más corta porque me eche a la calle más tarde, pues mejor me envuelvo en el recuerdo y desenvuelvo mi pasado para que usted me oiga.
¿Sabe usted, Padre?... Ya me había mojado el agua de unos nueve octubres, por lo menos, cuando llegó a mi orilla la primera Nochebuena dulce. Me la trajo ella, Padre...
Linda siempre ha sido así, como ahora: flaca y chiquita y con los mismos ojillos húmedos y claros. Había llevado una vida miserable, arrastrada por todas las cocinas del pueblo. El agua sucia de todos los fregadores le había caído encima para ahuyentarla. Nadia la quería. Nunca le llegaron al estómago más que las sobras muy sobradas y por eso su vientre se había ido achicando y adelgazando. Jamás supo lo que era el calor de un cariño. Nunca le hizo cosquillas en el oído el sonido de una voz amiga. En cambio, el desprecio y la burla le habían caído encima y le estaban doblegando más y más el espinazo sumiso. Y los chiquillos del pueblo se divertían a su costa y la convertían en mil motivos de susto para ella misma y de risa cruel para ellos, en cuyos infantiles corazones a comenzaba a apuntar la germinación de las más bajas pasiones.
Fue en una ocasión de esas cuando ella llegó hasta mí para endulzarme la Nochebuena. Yo nunca me había puesto triste en la Navidad, a pesar de que había visto deslizarse por mi lado, puyándome los sentidos, la alegría de los otros. La Nochebuena era para mi corazón de muchacho malquerido una cosa muy simple, sin gusto, como cualquiera de las otras fiestas. Yo no había aprendido ni siquiera a envidiar la alegría de los demás...
Pero ella vino a mi lado, Padre... Parece que Dios siempre se acuerda de uno, aunque ande descarriado, sin rumbo y sin fe, por las calles estrechas, por los montes tupidos, o por los llanos sin caminos. Y así, cuando ella vino, yo tuve mi primer cariño. Comencé entonces a mirarle la cara a los sueños y comencé, también, a acariciar con suave ternura unas esperanzas pequeñitas que agitaban sus alas cortas en la palma de mis manos.
Me había dicho la niña Susana que yo había venido al mundo en la Nochebuena de un año que ya estaba lejísimo, perdido en las páginas de quién sabe qué calendario abandonado. Nací en el centro mismo de la miseria permanente y mi grito de saludo a la vida se enredó en la angustia de la muerte de mi madre.
Nunca había podido saborear ningún amor. Ni siquiera tuve ese cariño que las perras extienden con su lengua sobre la piel de los cachorros recién nacidos. La niña Susana me contaba que a la casa de ella fui a dar en la tarde de un domingo, envuelto en la vejez de una falda sucia y con la fuente del llanto abierta a todo correr.
—Eras lo mismo que un perrito flaco y hambriento —me decía la niña Susana—. Y te pasabas la noche y el día aturdiendo a todo el mundo con tus gritos...
Y agregaba:
—Yo siempre quise ofrecerte algún cariño; pero me era imposible sentir como habría sentido tu propia madre. Además, mis hijas no me dejaban libre ni un pedacito de ternura para el hambre de cariño que te consumía...
Andaba ya por los siete años cuando me tiré a la calle, sin que nadie tratara de impedírmelo. Mi presencia había sido innotada desde cuando aprendí a no llorar y mi ausencia tenía que ser lo mismo, porque no podía hacer un vacío en donde no había ocupada espacio...
De la calle fui a dar al llano y del llano me desbordé para ir a hundirme en el monte, de donde había salido. La calle, el llano y el monte fueron, desde entonces, un rancho grande para mi vida simple y sencilla.
—¿Quieres ganarte un realito, Sindulce?... —y yo hacía mandados, buscaba leña, limpiaba los patios e iba al río a bañar a los caballos.
La vida de los otros no me interesaba. No había conocido la dicha y no sabía ambicionarla. No me espinaba con la tristeza ajena, ni con su alegría. No se endulzaba mi aire con la risa de los demás, ni con sus lágrimas.
Andaba solo y suelto, igualito que un pedazo de viento, con todos los rumbos abiertos para mi caminar sin objeto. Los llanos eran más anchos que las calles y más abiertos que el monte y por ellos me extendía a veces para ir soltando, al capricho, sin motivo, un grito largo y delgado, una carcajada desnuda y limpia, o una saloma que no tenía más sabor que el de mi tranquila soledad.
A veces, sin que yo las buscara ni las rehuyera, las fiestas se me acercaban y me envolvían. Las sabía rodeándome porque sentía que el aire se ponía más espeso y que la luz era más escasa: la gente, cuando está enfiestada, parece como que respira más grueso y como que mira más ambiciosamente.
—¿Y no te bautizaron nunca? —interrumpe el padre—. ¿Por qué te dicen Sindulce?
—No lo he sabido nunca, Padre... Desde cuando me acuerdo, Sindulce es el nombre al que sé responder. Supongo que me lo han colgado porque nada me duele y nada me alegra. Debe ser, Padre, porque yo ando por ahí, rodando de un lado para otro, completamente vacío de pasiones y emociones...
¿Sabe una cosa, Padre?... El día de de la Nochebuena es también el día de mi cumpleaños. La niña Susana me ha dicho varias veces que yo nací el mismo día en que se celebraba el nacimiento del Niño Dios. Sin embargo, para que usted vea, ese día sólo lo diferencio de los otros porque ella, la niña Susana, me regala un pan de dulce caliente, más sabroso que todos los que hace en el resto del año.
Por lo demás, la fiesta me parecía igualita a cualquiera de las muchas otras que la gente se empeña en celebrar año tras año: aire más espeso, luz más escasas y más estrechas las calles por tan llenas de gente.
A veces, mientras mordía sabrosamente el pan de dulce caliente, me echaba a andar por las calles, llenas de gentes, de chiquillos, de carcajadas y de gritos...
¡Las calles temblaban de muchachos, Padre!... Un aeroplano lindo me pasaba por delante de los ojos, una corneta me desgarraba el aire a la orilla de los oídos y las risas de los muchachos desenvolvían sus espirales sonrosadas en el liviano aire celeste de la Nochebuena cándida.
Yo me ponía a pensar en que todos los chiquillos a quienes en los días anteriores había visto haciendo travesuras, maldades y hasta crueldades, parecían haber borrado todas sus faltas del pasado con la misma facilidad con que yo borraba los dibujos que hacía en el polvo de los caminos con los dedos de los pies, porque el Niño Dios les había poblado las manos de muchos y muy lindos juguetes. Seguramente era yo mucho más malo que ellos, con mi cara tiznada por el carbón de las últimas cargas de leña, con mis cabellos enmarañados, con mis piernas vestidas del amarillo sedoso del polvo y con mis ropas caprichosamente caladas por las espinas de los montes.
Para los chiquillos del pueblo parecía ser un motivo de complacencia el regarme por los oídos los sonidos de sus tambores, de sus pitos y de sus cornetas. Soltaban sus risas y sus carcajadas y las ponían a dar vueltas y vueltas a mi alrededor, como mariposas de sonidos.
Había tras de los vidrios de los escaparates una multitud de juguetes: pelotas y muñecas, carritos y aeroplanos, globos y cornetas... ¡Qué montón de juguetes!... ¡Qué montón de pequeños tesoros para la envidia inútil de los chiquillos pobres!... Los niños del campo abrían la boca, las manos y los ojos, con un asombro sediento y ansioso.
El deseo de los muchachos les hacía arañar los vidrios con los ojos ambiciosos, con la respiración emocionada y con los dedos afanosos. Parecía que querían hacer pedazos las vitrinas para hundirse completos en los montones de juguetes y revolcarse en ellos con el mismo regocijo salvaje con que yo me revolcaba en la paja de los llanos anchos, habriento de sol y de viento.
Cuando terminaba la novena, la gente venía a aglomerarse en el atrio de la iglesia. Los chiquillos, encaramados en los hombros de sus padres, levantaban los ojos hacia el cielo para ver más y mejor, para inundarse las miradas con el fulgurante colorido de los fuegos artificiales.
Un volador cortaba el aire y rompía el murmullo del gentío con su ruido de mil colores. Y los ojos abiertos de los niños, olvidados momentáneamente de los juguetes y hasta de las sonrisas prometedoras del Niño Dios, se precipitaban hacia el cielo, siguiendo la brevísima y luminosa estela de los voladores.
¿Sabe usted, Padre, que ahora me parece que todo aquello era muy lindo?... El segundo volador siempre resultaba más bonito que el primero. ¿Por qué todo era tan lindo en esas noches de Pascuas y yo no me daba cuenta, Padre?...
Otro volador... Y otro más... Diez. Cien. Mil. La noche se llenaba de voladores. Saltaban de aquí y de allá y de más allá. Cortaban el aire claro con sus afilados silbidos. Estallaban allá arriba, muy en lo alto, con ruidos luminosos y brillantes, y el cielo se llenaba de fugaces estrellitas multicolores.
De pronto:
—¡El globo!... ¡El globo!...
¿Quién gritaba?... Nadie. La multitud. Todos:
—¡El globo!... ¡El globo!...
Lo elevaban hombres empinados, cuyos rostros, empurpurados por las llamas del mechón y sudorosos por el calor, brillaban fantásticamente en la noche florecida de alegrías. Eran unos globos enormes, Padre... Los había rojos, blancos y azules. Había también hermosos globos de colores combinados. De aquí subía uno, allá ascendía otro... Otro y otro...
¿Cierto que esos globos eran para el Niño Dios, Padre?... Se elevaban lentamente, contoneándose en el aire, como mujeres en días de fiesta. Y seguían su viaje orgulloso hacia el cielo lejano... ¿Llegarían allá algún día?... ¿Cuándo llegarían al cielo, Padre?... Y, ¿por qué nadie se montaba en ellos y emprendía un sabroso viaje hasta más allá de las nubes blancas, azules y negras, donde vive el Niño Dios con todos los Santos?...
Eran muchos globos y muchos voladores y los chiquillos se los repartían a gritos:
—¡Ese azulito es el mío!...
—¡El mío es el rojo!...
Y los voladores se precipitaban tras ellos, en inquietante persecución:
—¡Dios mío!... ¡Casi lo coge!...
Encaramados en el techo de tejas de una de las casas cercanas o trepado en las ramas de uno de los árboles del parque, yo miraba y miraba, casi sin sentir. Veía como la inquietud curiosa hacía rodar de un lado a otro lado las piernas, los ojos y los pensamientos de los chiquillos.
Cohetes, voladores, buscapiés... Brillo de estrellas, luces de colores con rápidos parpadeos, sonrisas amarillas de la luna llena y graciosos guiños brevísimos de los luceros plateados.
La alegría saltaba de aquí y de allá como de mil surtidores de entusiasmo. Pitos, juguetes... ¡Nochebuena!...
La Nochebuena era, para mí, un gentío enorme y un montón de muchachos derramados sobre las calles del pueblo para no dejarme caminar, para estrujarme y para hacerme respirar un aire espeso y sudoroso, lleno de gritos desarticulados.
A veces me reía mirando el efecto de los buscadores. Atolondrados, los chiquillos ponían a saltar sus piernas desesperadamente. La gente, embriagada de alegre susto, se empujaban los unos a los otros. Muchos corrían a esconderse tras de los pilares de las casas de Polo y de las ñopas.
Cuando se acababan los globos y los voladores, el cielo se ponía quieto de tan vacío y la gente comenzaba a regresar a La Placita. Volvían a oírse, entonces, los gritos de los chiveros.
—¡Dos reales ida y dos reales vuelta!... ¡A Los Algarrobos!... ¡Dos reales ida y dos reales vuelta!...
—¡Cuatro reales ida y vuelta!... ¡Hasta Barbarena voy!... ¡Cuatro reales ida y vuelta!...
Yo me iba deslizando trabajosamente por los portales de las casas. Las vidrieras seguían acariciadas por las miradas, cada vez más desesperanzadas, de los chiquillos pobres. Algunos iban curioseándolas una por una. Contaban con la vista todos los juguetes, hasta los más pequeñitos, y los describían para sí mismos con un murmullo de palabras tiernas, como gozándose en el extraño placer de hacer más intensa su ansiedad sin esperanza.
—Ese es un aeroplano... Tiene las alitas azules y la cola amarillita... Seguro que puede volar solito... ¡Ruuuuummmmm!... Y se va volando por el aire...
—¡Cuántos juguetes!... Dos carros grandes y siete chiquitos... Cuatro aeroplanos... Cuatro pelotas coloradas, tres azules y cinco amarillas... Un montón de pititos chiquitos... Una muñeca grandota y cuatro más chiquitas...
Y así se me iban pasando las horas, una por una. Cansado de empujones y de estrujones, iba a recogerme en el sueño dentro de cualquier cocina. No esperaba la visita del Niño Dios y no me desvelaba el recuerdo de los juguetes, que no podía tener y que no sabía desear, ni la alegría dura que había mirado en los rostros de los otros muchachos se acercaba a producirme insomnios.
Por la mañana, me despertaba la bullanga de las cornetas, de los tambores y de los pitos. Yo me iba para el monte a buscar mi carga de leña, como cualquier otro día.
Al salir del pueblo, delante de mis ojos el camino iba estirando su franja polvorienta y cansada, siempre igual. Por detrás de mí venía un viento juguetón y achiquillado que se entretenía en ir haciendo desaparecer las huellas que mis pies desnudos iban dejando sobre la superficie polvorosa del sendero.
Verde jubiloso en las hojas de los arbustos que asomaban sus ramas a la orilla del camino. Y más arriba de las copas húmedas de los árboles corpulentos, por encima del amontonamiento brumoso de los cerros azules, la madrugada en viaje se llevaba sus celajes multicolores y daba paso a los gritos amarillos del sol madrugador.
Yo adelantaba mis pasos despreocupadamente. Una tierrera animaba el instinto de cacería de mis manos inquietas y me detenía los pies. Me agachaba suavemente, lentamente, para coger con cuidadoso disimulo una piedra de la orilla del camino... Pero la paloma, más viva y maliciosa que yo, alzaba su frágil vuelo sonoroso y se iba por el aire celeste, trazando un leve rumbo burlón de adioses aleteados. Mis ojos seguían la ruta chocolate de las alas en viaje y, como había dentro de mi ser un poco de desilusión por no haber podido matarla, me animaba con una reflexión:
—¡El susto que cogió!... Si hubiera querido matarla de verdad, me agacho más ligerito y la dejo allí tendida de una pedrada...
Con seguir caminando, pronto echaba al olvido el incidente de la palomita. Arrancaba una rama de ciruelo y, desnudándola de hojas, iba trazando con ella una línea efímera sobre el polvo para anticipar el rumbo de mis pies. Del sendero, lacerado por la punta de la rama, se levantaba una delgada y larga nubecilla de polvo amarillento que se iba pegando a mis piernas sudorosas, desnudas hasta más arriba de las rodillas.
El suave sol de la mañana pronto asomaba y comenzaba a escurrirse por entre mis cabellos enmarañados y el viento, que me llegaba por detrás de la cabeza, me hacía cosquillas en el lóbulo de las orejas.
En el monte encontraba más aire de fiesta que en el pueblo bullanguero. De las ramas de los árboles coposos se desprendía el chillido saludador de los pajaritos madrugadores. De la hierba de las orillas surgía un perfume verde y húmedo que me jugueteaba sabrosamente por dentro de las narices. El alma de los montes, con sus elementos de color y sonido y con su producción de pájaros y flores en plena madurez, me entretenía las pupilas, me alegraba los oídos y me encendía dentro de las venas un rumbo rosado para el viaje de mi sangre sin cauces.
Hundido en el monte, buscando por entre los matojos de leña seca que servía para cocinar la hartura de los poblanos, encontraba la agradable compañía de las cosas que me miraban con aire de cariño y me sentían con calor de amistad. Y al mediodía, bajo la lluvia cegadora del sol caliente, regresaba al pueblo con mi carga de leña negra y seca. Una risa de pájaros sencillos y amables me despedía cuando me separaba del borde de los montes.
—¿Cuánto quieres por esa carga de leña, Sindulce?... —me preguntaban las mujeres asomándose a las puertas de sus viviendas.
Y pronto obtenía un par de reales o un poco de comida por mi carga de leña. El calorcillo abrigador de cualquier cocina cobijaba mis noches sin insomnios y sin ensueños. Mi vida era simple y sencilla, sin cariños y sin odios.
El día en que Linda vino hacía mí, la Nochebuena estaba derramando su fiesta por las calles del pueblo. La algarabía del entusiasmo comenzaba a crecer por las calles, por las plazas y por los parques. Yo me había arrinconado en una de las esquinas del atrio de la iglesia a mordisquear con toda calma el pan de dulce caliente con que la niña Susana me había recordado mi nuevo cumpleaños. La tarde amarilla comenzaba a colorearse por encima de las alturas de Verdún y un crepúsculo rojizo descendía con lentitud de buey abrumado de fatiga.
Frente al atrio de la iglesia, la chiquillería desgarraba sus gritos sin que con ellos lograra quebrar el sueño de mi curiosidad. En esos momentos era yo todo sentido del gusto para mi pan de dulce caliente.
De repente, la vi venir hacia mí... Corría angustiosamente, desesperadamente, con un miedo hondo y ancho llenándole las limpias pupilas. La chiquillería la perseguía con la algarabía de sus gritos...
Llegó hasta mi lado, con la imploración de ayuda pugnando por traducirse en la imposibilidad de una palabra... Y, quién sabe por qué extraño presentimiento, adivinó su protección en mis brazos y en ellos se refugió con instinto de animal cansado.
—¡Mírala!... ¡Allá está, en el atrio, con Sindulce!... —gritaban los muchachos.
Para protegerla, me metí con ella dentro de la iglesia. En la sombra de un rincón nos quedamos quietos y callados. Para que no temblara, le di un pedazo de mi pan de dulce.
Durante largo rato estuvimos en ese rincón, contemplándonos. Ella, refugiada entre mis brazos, con sus pupilas de agua clara mirándome con una chispa luminosa que era agradecimiento completo y confianza total. Yo, gozando intensamente el placer de saberme protector de alguien y sintiendo dulcemente que dentro de mí comenzaba a florecer el cariño y a germinar la ternura.
Fue mi primera Nochebuena dulce, Padre... Me parecía que ella era bonita, con su cuerpecito flaco y sus ojos limpios y claros. Desde entonces la llamo Linda.
La quiero mucho, ¿sabe usted, Padre?... Es la única que me quiere. Es mía, porque ella quiere ser mía. Me tiene cariño, me siente su amigo y confía en mí, como los niños confían en la bondad del Niño Dios.
Es lo único que tengo. Toda mi ternura, insentida durante tanto tiempo, ha surgido de pronto para ser de ella, totalmente de ella, solamente de ella.
Linda y yo somos, desde aquella tarde, una sola alma y casi un solo cuerpo, porque jamás nos separamos.
—Allá viene Sindulce con su Linda... —dice la gente cuando nos ve pasar.
Y ella me mira... Y yo la miro.
Todos los años para la Nochebuena, la traigo a la iglesia. Si tenemos algún realito, se lo damos al Niño Dios y yo le beso dos veces los dedos de los pies: una vez por mí y otra vez por Linda...
Le enseño el nacimiento, le señalo con el dedo los pastorcillos, la Virgen, el San José, las ovejitas y el Niño, y voy describiéndole las imágenes una a una. Cuando le muestro la estrella grandota, el agua de sus pupilas parece agitarse temblorosamente.
Después, nos vamos a la calle. Miramos los globos, los voladores y los cohetes. Gritamos, como todo el mundo. Nos metemos por entre el gentío. Empujamos y nos empujan. Estrujamos y nos estrujan. Y le aseguro a usted, Padre, que desde cuando Linda llegó a estar conmigo, nunca nos ha faltado un pedazo de lechona asada o un plato de sancho de gallina en cada Navidad.
Por eso, esta noche la traje también a la iglesia. No se me ocurrió nunca que usted podría disgustarse por eso. No hacemos nada malo, Padre... Linda no molesta a nadie. Viene aquí conmigo, tan calladita que nadie se da cuenta de que está aquí. ¿Por qué no nos deja estar un ratito más mirándole la sonrisa al Niño Dios y contemplando las luces rojas y azules de la estrella grandota?...
—Porque no puede ser, hijo mío. Tú puedes estar aquí todo el tiempo que quieras; pero a ella tienes que dejarla afuera.
—Pero, Padre...
—No, no, Sindulce. Ella no puede quedarse aquí ni un momento más. Tienes que darte cuenta de que eso no está bien. Nunca se ha permitido eso. Sácala de aquí y ya sabes: de ahora en adelante, entras tú solo todas las veces que quieras, pero a ella la dejas afuera...
—Pero, ¿por qué, Padre?... ¡Si ella no molesta a nadie!...
—¡Te he dicho que no puede ser, muchacho!... ¿Cuándo has visto tú animales en la iglesia?... ¿Cómo se te ocurre que voy a dejar que ande por la Casa de Dios esa perra sucia y pulgosa?... ¡Vamos!... ¡Saca de aquí de una vez a ese animal!
Sindulce aprieta a Linda entre los brazos. Lentamente, casi arrastrando los pies, se desliza hacia fuera por la ancha nave del templo.
La Nochebuena grita su alegría por las calles y por las plazas. Hasta el interior de la iglesia llega la música de las carcajadas, de las canciones y de los gritos. El padre se detiene un momento a contemplar la estrella grandota que lanza sus rayos rojos y azules sobre el nacimiento. Y allá, cerca de la puerta del templo, alcanza a percibir un reflejo plateado que enciende unos mechones de la cabellera enmarañada de Sindulce.
El cura mueve tristemente la cabeza. Contempla el rostro del Niño Dios, sonrosado y gordezuelo. Y se estremece porque ha creído ver brillar una lágrima, pequeñísima como una luciérnaga, en las pupilas inanimadas de la imagen del Niño.
—¡Sindulce! —exclama el padre, dirigiéndose al muchacho—. ¡Ven acá! ¡Ven acá!
—¿Mande usted, Padre?...
—Está bien: puedes quedarte y la perrita también. Pero, eso sí, mucho cuidado de no estar molestando a la gente y nada de hacer bulla, ¿eh?
—¡Sí, Padre, sí, Padre!... ¡Muchas gracias, Padre!... —casi grita el chiquillo, entusiasmado de alegre sorpresa.
El cura se vuelve hacia la imagen del Niño y en los ojos y en los labios del pequeño Dios encuentra otra vez la dulce sonrisa.
Afuera, la alegría pascual satura de fiesta el aire celeste. Y en la orilla del Nacimiento, el agua clara de las pupilas de Linda parece temblar un poco cuando Sindulce le describe la luz azul y roja de la estrella grandota...
Mario Augusto Rodríguez Vélez (Santiago de Veraguas, 1917 – Panamá, 2009), periodista, profesor de lengua y literatura castellana, novelista, dramaturgo, ensayista, cuentista y poeta. Ha ganado más de 25 premios como periodista, tanto en Panamá como en España. Por su poemario "Canto de amor para la Patria Novia" ganó el segundo lugar en el Concurso de Literatura "Ricardo Miró" de 1957. Algunos de sus cuentos y ensayos han ganado también premios literarios, como es el caso de este cuento que ganó el Primer premio del Concurso Literario de Navidad de “La Estrella de Panamá”, en 1944. Algunos de sus libros publicados y obras escenificadas son: "Campo adentro" (cuento, 1947); "Pasión campesina" (teatro, 1947); "Luna en Veraguas" (cuento, 1948); "El dios de la justicia" (teatro, 1955); "Estudio y presentación de los cuentos de Ricardo Miró" (ensayo, 1956); "Canto de amor para la patria novia" (poesía, 1957); "Negra pesadilla roja" (novela, 1993) y "Los ultrajados" (cuento, 1994).
Copyright (c) 1944, 1948, 2006, Mario Augusto Rodríguez
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