30.4.07

SINÁN: LA HUELLA DEL QUE PARTE (*)

Por Ariel Barría Alvarado (discurso pronunciado en la celebración del Día de la Escritora y el Escritor Panameño, el 25 de abril de 2007).

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No es tan inmensa mi alma

que no la puedas llevar
dentro de ti,
como en mí vive tu imagen…

-Rogelio Sinán. Canción Segunda, de su libro Onda.

Un hecho puntual nos congrega hoy en esta sala que habla de libros, que habla de conocimientos, que habla de memorias, que habla de literatura. Un día como hoy, en el año de 1902, vino al mundo, en nuestra isla de Taboga, Bernardo Domínguez Alba, a quien las letras y la posteridad habrían de bautizar para siempre como Rogelio Sinán.

Esta misma fecha es hoy la escogida para conmemorar el día de los escritores panameños, según la Ley 14 del 7 de febrero de 2001, surgida de una propuesta que en su momento realizara ese fructífero binomio que constituye la Universidad Tecnológica de Panamá y su director de difusión cultural, Enrique Jaramillo Levi.

Podría decirse que, por unanimidad, quienes nos dedicamos al cultivo de las letras, o quienes participamos de este esfuerzo en calidad de críticos o de lectores, aceptamos que Sinán nos representa, y no solo por lo que significó su incursión en las letras del Istmo, como precursor de la corriente vanguardista, sino también por el marcado éxito que tuvo al irrumpir en todos los campos de la palabra escrita, como lo muestran hoy sus trabajos publicados, y su presencia, que se mantiene viva a 13 años de su desaparición física.

Una vez escuché una anécdota sobre el teólogo, filántropo, escritor y médico alemán Albert Schweitzer, premio Nobel de la Paz 1952. Dicen que a su arribo, en abril de 1913, al África Ecuatorial, en misión humanitaria, los tambores nativos dispersaron la nueva diciendo, con evidente aprensión: “Ha llegado un brujo blanco”. Pero al morir Schweitzer, 52 años después, esos mismos tambores acompañaron el luto de los que lloraban, clamando: “Se ha ido nuestro padre”.

Cuando Sinán, a sus 27 años, presentó tímidamente aquel emblemático libro suyo llamado Onda, publicado en Roma con los auspicios de un mecenas providencial, don Manuel Roy, la crítica de entonces lo recibió con halagos, pero a la vez con cautela. No era para menos: ese “aporte juvenil y fresco” del que habló Octavio Méndez Pereira, rompía con los cánones poéticos vigentes en el país, por lo que aquel “poeta ignorado hasta ahora en nuestro medio”, como lo reconoce Demetrio Fábrega, constituía el virtual “abanderado y maestro”, en palabras de Guillermo Andreve, de un movimiento cultural del cual él era casi el único integrante en Panamá. Sin embargo, cuando acaeció su muerte, un 4 de octubre de 1994, los diarios consignaron la noticia en primera plana, en letras grandes, y los corazones de tantos de nosotros se cubrieron con luto: se nos iba Sinán, “Gloria nacional”, “El Brujo”, “El Patriarca”, o simplemente “El Maestro”.

Hoy, en efecto, Rogelio Sinán nos representa. Desde los mayores, que ven en él un significativo aporte a las letras continentales, hasta los jóvenes que se pueden identificar con esa energía y esa determinación que lo llevaron a romper de modo definitivo con los cerrados moldes de la poesía modernista en nuestro medio.

En cierta ocasión, a principios de la década de los 80, en una tertulia universitaria, un joven poeta amigo declaraba: “La mayor gloria de Sinán es haberse atrevido a apedrear las torres de la catedral modernista”; se hizo un silencio unánime entre los congregados, que solo se interrumpió cuando otra voz en el grupo dijo: “Eso es falso: Sinán no lanzaba piedras; él convocó manos dispuestas a construir, en nuestro patio, una catedral que fuese más grande y más perdurable que la de los modernistas”.

Rogelio Sinán, el más representativo de los bardos nacionales, conocía a la vez a nuestros escritores panameños, igual que conocía a los que determinaban los rumbos literarios de América, de Asia y de Europa: él había leído a Darío Herrera, a León A. Soto, a Simón Ponce Aguilera, a Ricardo Miró, a Gaspar Octavio Hernández, a Amelia Denis y a los que campeaban en el terruño nacional en aquellos recordados años 20. Junto a Enrique Ruiz Vernacci, a Manuel Roy, a Roque Javier Laurenza, a Diógenes De La Rosa, a Rodrigo Miró, a Lola Collante, a Ofelia Hooper, a Otilia Arosemena, a María Olimpia de Obaldía, a Eda Nela, a Demetrio Herrera, a Ricardo J. Bermúdez. Todos ellos son parte de esa historia literaria que aquí celebramos en esta fecha. Ellos, como si fueran el Nilo de nuestras letras, dejaron sus nutricios aluviones para robustecer las consiguientes generaciones literarias.

Por las manos, ante los ojos de Sinán, para dar sustancia a sus cursos en el Instituto Nacional, habrían de pasar los textos de los escritores más representativos en aquel inminente mediodía de siglo veinte. Después vendrían nuevos literatos, o se impulsaría la iconoclasia de otros, merced al “disparatado vanguardismo” que le criticaban las autoridades rectoras de la educación de entonces. Hacían bien tales mandos al cuidar el statu quo que juraron defender, porque bajo la bandera de Sinán habría voces que marcarían el límite a la poesía de entonces, como fue el caso de Laurenza, con su célebre conferencia del 17 de enero de 1933, titulada “Los poetas de la generación Republicana”, que subrayó el parteluz de la poética nacional.

No caben dudas: Sinán habrá repasado con sus alumnos, aquellos versos del poeta antonero Antonio Isaza, que continuaban a los suyos cuando, en su poema “Retazos de eternidad”, nos dice:

El carro de los tiempos
no cesa en la parada.
Presiento más caminos
muy corta es la jornada.

La flor, el fruto: todo.
¿Y qué será la nada?
Yo no quiero llegar,
yo quiero ir.

O los versos juguetones de Demetrio Herrera Sevillano, cuando nos pinta los balcones panameños de antes, diciendo: “Las fachadas/ curiosas/ agrúpanse en las aceras/ para mirar al que pasa”.

O bien cuando el propio Herrera Sevillano juega con imágenes boxísticas para pintar nuestra bahía capitalina, expresando: "El mar —boxeador rápido—/ tiene de punching bag/ a los barquitos inquietos."

O habrá leído para su propio deleite los poemas de Eduardo Ritter Aislán, Stella Sierra o quizás los de Esther María Osses, como por ejemplo aquel soneto en el que, desde tierras lejanas, la poeta indaga por la presencia del nombre de su país, y declara que se encuentra: “Tal vez aquí, bajo la herida tierra/ al pie del árbol Panamá se encierra/ en este grito con que yo lo nombro”.

Muchas lecturas formaron a Sinán, y entre sus páginas universales no faltó el interés por la producción local. En una entrevista que concedió a Enrique Jaramillo Levi en 1985, la misma en que declaró que “nuestras polillas son altamente intelectuales”, El Maestro se mostró conocedor de la realidad cultural del patio, y de los trabajos que hacían los escritores panameños por llevar adelante su obra.

Por eso lo imagino pasando entre sus dedos las páginas de prosa o los versos de Tristán Solarte, de Elsie Alvarado, de Guillermo Ross Zanet, de José de Jesús Martínez, de Matilde Real, de José Antonio Moncada Luna, de Víctor M. Franceschi, de Gil Blas Tejeira, de Pedro Correa, de Alfredo Cantón, de José Franco, de Ignacio de Jesús Valdés, de José María Núñez, de Moisés Castillo o de Lucas Bárcenas. Veo al Maestro repasando los títulos de Manuel Ferrer Valdés, de José María Sánchez, de Diana Morán, de Julio B. Sosa, de César Candanedo, de Mario Augusto Rodríguez, de Changmarín, de Eustorgio Chong Ruiz, de Consuelo Tomás, de César Young Núñez, de Claudio de Castro, de Mireya Hernández, de Rey Barría o de Álvaro Menéndez Franco.

¿Cuántas tardes habrá pasado Sinán al lado de su biblioteca, con un libro de Renato Ozores, de Mario Riera, de Alfredo Cantón, de José A. Cajar, de Luisita Aguilera, de Ramón H. Jurado, o de Joaquín Beleño? ¿Habrán bastado sus horas dedicadas a la lectura para escudriñar cada página de estos autores panameños? Algo me dice que sí.

Sinán tuvo una vida larga, en años y en producción, como bien lo reconoce el único premio literario de corte internacional que se convoca desde Panamá, el que lleva su nombre y que acertadamente se concede en esta misma fecha. Por eso sus días fueron suficientes para llegar a conocer a tantos otros autores de los que aún llevan adelante su misión entre nosotros: Justo Arroyo, Pedro Rivera, Jorge Laguna Navas, Rafael Pernett, Luis Carlos Jiménez Varela, Arístides Martínez, Isis Tejeira, Enrique Jaramillo Levi, Moravia Ochoa, Allen Patiño, Bertalicia Peralta, Alondra Badano, Benjamín Ramón, Manuel Orestes Nieto, Rafael Ruiloba, Raúl Leis, Moisés Pascual, José Carr, Gloria Guardia, Ernesto Endara, Rosa María Britton, Ricardo Ríos Torres, Héctor Collado, Pablo Menacho.

Todos los que tenemos la lectura como afición, casi como obligación, solemos formar pequeñas torres de Babel compuestas por cierta cantidad de libros que mientras esperan su turno para ser leídos se empinan al lado del lugar seleccionado para esta actividad: la sala, la cama, el árbol frondoso, el portal, el baño… ¿cuántos libros de autores panameños habrían integrado la torre de Sinán, en espera de ser leídos?

Seguro el Maestro se habría sentido regocijado porque ahora son tantos los jóvenes que siguen las huellas que él, junto a otros grandes, dejó marcadas. Si durante su vida la lista de autores era tan extensa que no basta una conferencia para conocerla toda, en los tiempos que lo precedieron esa lista se ha tornado más cuantiosa.

El maestro Sinán habría esbozado su sonrisa bonachona al recibir en su estudio los libros de tantos de nosotros que hemos escrito después de su partida: Jorge Cisneros, Juan Gómez, Juan David Morgan, Ramón Fonseca Mora, Berna de Burrel, Rose Marie Tapia, Javier Riba, Luis Pulido, Mauro Zúñiga, Ramón Varela, Porfirio Salazar, Erika Harris, Victoria Jiménez, Manuelita Alemán, Leoncio Obando, Katia Malo, Ramón Francisco Jurado, Alex Mariscal, Lupita Athanasiadis, Joaquín González, Javier Romero, Katia Chiari, Gloria Melania Rodríguez, Aida González, José Luis Rodríguez Pittí, Carlos Wynter, Javier Medina Bernal, Salvador Medina, Rodolfo De Gracia, Carlos Fong, David Robinson, Melanie Taylor, Isabel de Taylor, Annabel Miguelena, Edilberto González Trejos, Lil Marie Herrera, Lucy Chau.

O es posible que hubiese compartido los asombros de nuestros poetas más jóvenes, cuando dicen, con la voz de Sofía Santim,

Nosotros los del alma al aire
respiramos sobre el viento,
sobre lo que dicta la aurora,
andamos desprotegidos,
sin armaduras,
sin mentiras.
Reímos desmedidamente
y amamos sin cuerdas,
sin hilos, sin ropajes.
Llevamos el corazón
como estandarte
marchando hacia el lugar
donde caminar desnudos
no sea una insolencia.

o los de quienes cantan con versos como los de Javier Alvarado:

Hay noches en que no estamos solos
y nos acompaña la selva inexorable del papel
los últimos minutos sin consultar en la cuerda del reloj
un páramo de niebla
una musa deshojada
los mil presagios del verbo
el gran acertijo
y una llamada que desciende de las nubes.

Este es un llamado a lista parcial, porque antes de Sinán, con Sinán y después de Sinán las letras panameñas florecieron y siguen floreciendo, para hablar de nuestras alegrías, de nuestros pesares, de nuestras añoranzas.

Cuánto abonaríamos el concepto de Patria, ese término tan etéreo para algunos que lo siguen situando entre las cosas del ahora fenecido limbo, cuánto materializaríamos ese concepto si nuestros preclaros funcionarios, si esos a quienes los diarios suelen preguntar qué están leyendo, comenzaran a nombrar a un escritor panameño, a una escritora nacional, al lado de los tan citados autores de libros de autoayuda que se venden en las farmacias con cintillos de bestseller, justo al lado de las aspirinas.

Y qué buena vergüenza les harían pasar a esos que van a ferias de libros para que los vean comprando el último éxito de un santón de la nueva era o de las cuartas olas, si alguna vez les preguntaran, con cámara encendida, el nombre de tres escritores panameños vivos. A muchos de ellos, que por lo general dependen en alguna medida de la confianza de sus conciudadanos, tal vez les resulte complicado explicar por qué de repente se quedan en blanco ante lo que debe concernirles.

Son muchos los autores que aquí he mencionado, pero solo son algunos; tantos como ellos son en número los que no he mencionado, por falta de espacio, que no de gratitud.

Por eso pido que, al término de estas palabras, expresadas en nombre de la Asociación de Escritores de Panamá y dedicadas a todos los cultores y cultoras de nuestras letras, rindamos homenaje a los que mencionamos y a los que no, a los que conocemos y a los que no, a los que han escrito y a los que están escribiendo, a los que construyen la memoria nacional, y en honor al día que nos congrega, y porque sin sus letras no concebiríamos la Patria (con mayúscula) también los exhorto a que les ofrezcamos ese homenaje con una merecida ovación de pie.

Larga vida a nuestras letras, a los que las hicieron, a los que trabajan en ellas, a los que esperan su oportunidad.

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(*) Paráfrasis del poema: “Ruptura y lejanía”, en Saloma sin salomar (1969). Textual: “¡Qué triste aquella huella que en la arena/ deja el que parte y pisa el que se queda/ mientras aquí y allá muerde la pena!”

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