Si nos avergonzamos de nuestra condición de seres humanos, solo nos quedará la parte de humanos y entonces, dejaremos de ser.
De los jardines del alma de Ricardo Arturo Vilar, es un libro de hondas cicatrices y queloides poéticos que muestra sin temores ni complejos la dualidad de la existencia. Esa condensación que confunde a quienes observan la vida con ligereza, como simples hechos sucedidos, pero que es una de las características más bellas del hombre, la dualidad manejada sin alejarse de la piel, pero vivida con una intensidad emocional y espiritual tan básica comparable a la necesidad incuestionable de respirar.
Amor, dolor, esperanza, deseo, sufrimiento, ilusión, agonía, realidad, decepción, muerte, flores en el jardín, un jardín en el alma, un dios, un hombre, una mujer, y un dolor universal contenido en todos, la esperanza en una flor que se convierte en verso, lágrima sedienta que cae en la tierra, fosa de cuerpos y pétalos deshojados pero incapaz de retener la voz contenida en el amor, por encima del razonamiento, de lo académico y de la injusta sociedad que invoca a un Dios de misericordia y ante la locura de las ideas pretenden convertirlo en verdugo implacable que decapite la esencia de una mariposa volando en los estómagos enamorados. Así somos de indolentes, porque atreverse a amar hasta la muerte es condenable ante los ojos escamados de moralistas que intentan apartar la pureza del amor de la conciencia primaria del hombre.
Vilar no se resiste a su naturaleza y lo demuestra en un movimiento emocional que parte desde los encantos y seducciones que hacen del poeta un enamorado con luces de esperanza.
(...) Oh, tus manos liliales, coralinas,
sabias para curar tristezas hondas
Albas rosas que da las verdes frondas
un ángel arrancó, manos divinas.
Así, poco a poco la interioridad se descubre en otras etapas de dolor y resentimiento.
(...) Todo en tí me domina y me enamora,
aunque tenga, oh, divina seductora,
frialdad polar tu corazón de roca (...)
Sus manos van creando el camino y tanto siembran como arrancan flores que espinan y curan cíclicamente su alma, hasta que todo cobra un solo momento de necesaria comprensión: nada escapa del amor, ni nadie de sí mismo.
Ricardo Arturo se niega a las comodidades de la hipocresía cuando enfrenta al más severo jurado, su propia conciencia. El poeta se yergue con laureles cuando cae rendido a los besos tristes de su amada, se engrandece cuando se confiesa débil a la belleza, al canto de las sirenas que lo hacen recorrer su propio jardín inexplorado, hasta que en una revelación habla de la muerte en propiedad, pero no del temor a la muerte física, sino de la que se experimenta en vida, aquella que le priva de la paz y que solamente lo impulsa a escribir y dejarse ver tan transparente como si ya su cuerpo sobrara. Así lo dice en uno de sus versos:
(...) Hastío, cansancio, eterna pesadumbre
de vivir; tal la vida en que naufrago
bajo el beso del Tedio. Soy un lago
sin orillas, nostálgico de cumbre (...)
Muchos de nosotros conocemos esos jardines, de sus aromas en capullo y flores marchitas que se han convertido en espirales sicodélicos, sugestivos e hipnóticos, que dan sentido a la vida, y luego parece que sin ellos la vida no tiene sentido, es una balanza escondida, un pacto que se firma al nacer, un aparente azar que nos revuelve como dados lanzados, apostando a ganar o en todo caso a perder, con todas las probabilidades, simplemente por ser humanos.
El colonense Vilar supo muy bien esto, y lo sufrió con dignidad porque nada escapó a su observación, a la tinta y a su sangre. Versos escritos con espinas sobre su piel, tatuajes indelebles que leemos 78 años después en las páginas de este poemario. Un sonido de letras amarradas que llenan nuestras cabezas, que hablan de una cadencia que conduce a la espesura de una selva y nos enfrenta a cientos de espejos. Parece que no hay escapatoria, somos presas y cazadores repetidamente, tantas veces como veces somos.
Además, De los jardines del alma muestra un pequeño sendero de carnaval, que habla de alegorías, tronos y reinas, pero que no desvía el trayecto de su obra, ni de los ejes principales: el hombre como manifestación de amor, y la búsqueda sufrida, todo esto ambientado en la naturaleza y las estaciones climáticas. Y es extraño puesto que en nuestro país predominan dos temporadas, la seca y la lluviosa, sin embargo Ricardo apela a primaveras, inviernos, veranos pero irremediablemente todo desemboca en una sequedad e inundación de emociones, imperante búsqueda de algo, necesidad constante de encuentro, grito desgarrado de su alma, triste elegía sagrada, gratos sueños profanos, espejismos fatales... como él mismo describiera.
Es que el poeta antes de serlo, fue hombre, y el hombre es poesía si sabemos escucharlo. ¿Tiene algún sentido negarse? No lo creo. Renunciar a qué, ¿al llanto derramado, a la acusación de la conciencia, a la voz que nos llama, a la inocencia de los sentimientos? ¿Sería digna esa huida? ¿Sentiríamos más allá de los versos la fuerza contenida? Todo lo impregnado por su aliento poético se debe más que a la rima, composición y hemistiquio, al misterio de vivirse intensamente, o como dijera Octavio Paz “la muerte es intransferible, como la vida”.
Pienso que Vilar murió antes de la muerte y amó aún después de ella. No es un elogio post-mortem, ni concesiones a su obra rescatada, se trata de que realmente escribió para él, doliéndose por lo inalcanzable, retorcido en el amor truncado, y solo armado con su voz retó al tiempo. Hoy, pasados los años se cumple y resuelve una conjura enigmática, porque en las manos de quienes sostienen estos libros, sostienen también a Ricardo Arturo. Nada hace falta para que lo reconozcan, aquí está junto a ustedes, después de una larga espera en el jardín, su familia lo lleva a casa.
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