De izquierda a derecha: Enrique Jaramillo Levi, Andrés Villa, Rubén Blades, Juan Antonio Gómez y Ariel Barría Alvarado.
Por Ariel Barría Alvarado
Presentación de la novela "La nueve", de Andrés Villa, en la Universidad Latina el 16 de enero de 2008.
La literatura en general, y la panameña en particular, procuran ser canales comunicativos por medio de los cuales se expresen o interpreten los diversos elementos que nos constituyen como personas o como sociedad.
En efecto, algunas veces la narrativa, el ensayo, la poesía, tienden a darnos un vistazo del interior del ser humano, de lo que pasa en su espíritu cuando la alegría, la tristeza, el miedo o cualesquier otras emociones lo sacuden por dentro. En otras ocasiones, los libros literarios enfocan su proceso creativo en la sociedad, en sus abarcadores fenómenos que muchas veces no comprendemos porque nos falta el necesario distanciamiento de ellos, y debemos esperar que otras voces, otras mentes analicen con mayor objetividad lo que vivimos nosotros.
Así es. Hoy resulta relativamente fácil criticar o respaldar lo que hicieron los conquistadores españoles en América, o lo que hicieron para defenderse los indígenas americanos, porque tenemos el tiempo de nuestro lado. Igual podríamos decir con respecto a los próceres de nuestra Patria, pues ahora es factible saber qué hicieron bien y qué hicieron mal, porque ya pasan de un siglo esos hechos y hemos visto los resultados, buenos o malos, de su decisión.
Lo difícil es repicar y caminar la procesión, es decir, vivir una época, comprenderla en su plenitud y ser acertados en nuestros juicios. Lo mejor que podemos hacer es elaborar teorías más o menos fundamentadas y atenernos a las consecuencias.
Algo de eso ha hecho nuestro amigo Andrés Antonio Villa Ortega, o simplemente “Villa”, al proponernos una serie de interrogantes con su novela “La nueve”, escrita por él como una forma de encauzar su afán por entender mejor a la sociedad en que le toca vivir, asediada desde diversos flancos por un sinfín de problemas que parecen ahogarla de modo irremediable.
Y es verdad, este año 2008 que se inicia pinta una nube de desconfianza en el ánimo de los panameños, desconfianza que un medio hace poco malinterpretó como “pesimismo”, cuando lo correcto es entender que no se puede ser ciego, sordo y mudo ante el complejo y amenazador panorama inducido por un sistema de signos económicos, políticos y sociales que significan en todo momento un desmejoramiento en nuestra calidad de vida, y que nos obligan a buscar salidas prontas y efectivas si queremos mantener algo de esa ya muy deteriorada vida de calidad.
La novela que nos ocupa tiene que ver apenas con un aspecto de ese conjunto de amenazas que hoy nos cierne: la delincuencia juvenil, el pandillerismo en particular. Este es un problema de suma actualidad; ayer en la mañana, en un programa matutino de debates, un vocero oficial informaba que en el último año se ha registrado un incremento de los delitos cometidos por menores de edad que emplean armas de fuego, en particular los relacionados con homicidios, robos y heridos, los que a su vez se deben, según el vocero, al trasiego de drogas por nuestro país y al aumento de la intolerancia social.
Hay que añadir que esta intolerancia va desde agresiones domésticas hasta riñas tumultuarias en torneos deportivos que antes eran ajenos a esas manifestaciones, como es el caso del actual campeonato de béisbol juvenil.
A todo esto se añadía en ese programa que el promedio de edad de los casi 11 mil reos que tienen las cárceles panameñas es de 30 años, y que la edad en la que suelen cometer sus primeros delitos esos internos es la de 12 años, lo que motiva que en los programas de noticias de la televisión y en la mayoría de la prensa escrita aparezcan detenidos cada vez más jóvenes
Lo que hace Andrés Villa, luego entonces, es meterse en un problema social contemporáneo, y a modo de una crónica periodística ofrecernos los hechos descarnados, con muy poco tratamiento retórico, para que el lector pueda tentar, aunque desde lejos, lo crudo de este panorama en que crecen y se desenvuelven esos jóvenes que, al igual que Dumbo, El Fulo, Calitín, Roberto o cualquiera de los protagonistas de la obra, hallan precario cobijo en los maltrechos habitáculos que no alcanzan a ser hogares.
En estas páginas uno encuentra los elementos que son consustanciales con ese modo de vida del pandillero, desde el inicio ritual en las bandas, hasta el tráfico y consumo de drogas, el robo, el homicidio, las persecuciones, el miedo permanente, el sicariato, y más de una escena que deja lugar a la posibilidad de un amor como al que aspira todo el mundo, pero negado aquí por los hechos que nublan la vida de los personajes.
Como fondo de este panorama está la jerga gangsteril, el verbo apresurado, escaso, defectuoso, martillador de los delincuentes, quizás como síntoma de que en ese mundo oscuro lo que menos se necesitan son palabras.
Debo hacer hincapié en un personaje de la obra, un poco atípico por tratarse no de un ser de carne y hueso, sino de un objeto; se trata, precisamente, de “La nueve”, expresión elíptica que sirve a la vez de título a la obra, refiriéndose a la denominación popular de un arma, la pistola cuyo calibre es de 9 milímetros, preferida por los que usan armas por su carácter compacto, por la rápida sucesión de tiros, su potencia y su confiabilidad.
En este punto viene a mi memoria aquel incidente histórico inmortalizado por Shakespeare, en el que el rey inglés Ricardo III, al verse derribado de su montura en medio de la batalla de Bosworth, en 1485, sabiendo que en un campo de batalla de aquel entonces perder la montura era perder la vida, ofreció a voz en cuello: “¡Un caballo, un caballo! ¡Mi reino por un caballo!”. Mucho han cambiado los tiempos, ya nadie pediría un caballo para ir a combatir en una batalla moderna, y en cambio sí se ofrecen reinos enteros por un arma convencional o no convencional que, cual caballo de hoy, signifique la superioridad en ese campo.
En el bajo mundo se produce esta misma relación de valores, y Andrés Villa nos lo revela desde el primer párrafo, a través de sus descripciones sobre al apego y la fascinación que para los pandilleros significaba esa arma en la que ellos veían su seguridad y su propia eficacia a la hora de actuar contra la ley, un arma por la que estaban dispuestos a pagar con su vida, como se advierte en la página 75, cuando Dumbo expresa. “Primero me matan antes que dejá mi nueve”.
De igual manera, la pistola, “La nueve”, juega un papel crucial en las últimas páginas de la novela, como modo de cerrar un círculo de violencia que comparte espacio con un tenue rayo de esperanza que acomoda allí el autor como diciéndonos que quizás no todo esté perdido.
Finalizo señalando que Andrés Villa no nos entrega un libro sobre cómo manejar el problema de la delincuencia juvenil, pues a fin de cuentas la literatura no tiene ese propósito. Lo que él ha hecho aquí es entregarnos un espejo de 111 páginas para que logremos ver un segmento muy corto de la extensa línea ominosa que en este mismo momento da vueltas alrededor de nosotros, con la amenaza de ahogarnos. ¿Y que se hace con un espejo? Esa es decisión del lector: puede ver su propio rostro, o puede ver lo que se acerca a él, a sus espaldas.
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